15 de octubre de 2011

Defendiendo el cuerpo (I)

Imaginaos una casa en la que viven 150 personas con sus zapatos, libros, comida, su habitación, en definitiva, sus cosas. Trabajan, entran y salen de casa, hacen la compra, etc. Imaginaos que unas pocas, 3 o 4, se dedican las 24h del día a comprobar que todo lo que hay en casa pertenece a uno de estos 150 miembros, que ningún objeto ni persona se ha colado -y hay muchos que lo intentan-. Solo con echar un ojo a lo que tenemos en la habitación, parece una tarea muy compleja llevar a cabo un inventario de todo lo que nos pertenece.

Esto sirve de contexto para introducir el sistema inmunitario, que de forma simplificada, se encarga de mantenernos protegidos frente a agentes externos causantes de desajustes, de enfermedades (Mercè Martí, tus clases no fueron en vano pero aquí hay que abreviar)

El sistema inmunitario se compone de varios tipos celulares (linfocitos, neutrófilos...), cada uno con sub-funciones específicas, pero en general, son células que van sondeando nuestro cuerpo, "tocándolo" todo para comprobar que está en orden y les es familiar. Cuando un elemento externo (por ejemplo un virus, una bacteria que no pertenece a nuestra flora o una toxina; en general "patógenos") entra en el cuerpo, estas células reconocen su superficie, las proteínas, azucares y lípidos que la componen y detectan que ésto, aquí, no debería estar. 

A partir de aquí una cascada de señales se activa para (1) bloquear el elemento extraño para que no se propague por el cuerpo, (2) inactivarlo o degradarlo y (3) introducirlo en su "base de datos" para que si alguna vez vuelve a entrar, el sistema lo detecte más rápido y pueda actuar de forma efectiva ya que, a menudo, en el primer contacto con el patógeno el sistema inmune tarda un poco en prepararse, en llamar refuerzos. Tienen que avisar a otras células, pero les tienen que especificar contra qué atacar, no sea que lo hagan a diestro y siniestro. Si así fuera, atacarían también al propio cuerpo. Una desregulación similar es la que sucede en las enfermedades autoinmunes, como el lupus, cuando el cuerpo se ataca a sí mismo.

Y aquí entran las vacunas. Su función es poner en contacto al cuerpo por primera vez y de forma controlada con el patógeno. El tiempo que tarde el cuerpo en responder es crítico para dar una respuesta efectiva. Si el sistema inmune registra el patógeno y se prepara con la vacuna, en una eventual infección real el tiempo de reacción será mínimo y aumentará la probabilidad de hacerle frente sin que nos cause enfermedad o la muerte. 

Para controlar que el contenido de la vacuna no provoca la enfermedad hay diferentes aproximaciones. Una de ellas es usar vacunas inactivadas, que tienen el virus o la bacteria causante de una enfermedad, pero han sufrido un tratamiento químico o de calor que los ha matado o los ha dejado en un estado incapaz de infectar por sí solos. Siguen siendo útiles porque como el sistema inmune reconoce la "carcasa" de éstos patógenos, aunque se los demos inactivados la capa exterior está, y se activa la respuesta de todos modos. Como lo que añadimos no tiene capacidad de reproducirse, al cuerpo le resultará más sencillo combatirlo, y se preparará para una próxima infección.

Podemos tener también vacunas atenuadas cuando el patógeno está activo pero ha sido cultivado en el laboratorio para eliminar los genes que hacen falta para infectar pero no los genes necesarios para despertar la respuesta inmune.

En casos como el tétanos, donde la enfermedad la provoca una neurotoxina fabricada por una bacteria y no la bacteria en sí, se pueden hacer vacunas que contengan la neurotoxina en una forma parcial para que no sea nociva pero llame la atención al sistema inmune. O si sabemos cuales son las proteínas o los azúcares de la superficie del patógeno (de su carcasa) que son reconocidas, podemos hacer una vacuna que tenga sólo esos elementos pero que no tenga el virus o la bacteria enteros. 

A esta amplia variedad de vacunas se le están sumando otras nuevas más complejas que se basan en el uso de ADN y que tratan de aplicarse a aquellos casos en los que otras vacunas no han demostrado ser suficientemente efectivas: complejos procesos de infección, enfermedades autoinmunes,  terapias contra el cáncer (en el fondo, podemos ver las células cancerígenas como patógenas, que no deberían estar).

Me gustaría compartir con vosotros, hasta donde alcanzo, por qué las vacunas despiertan a menudo tanta polémica. A falta de tener la respuesta universal y definitiva, daros algún recurso y despertar vuestra curiosidad por saber qué pasa con algo tan cotidiano como polémico.
En el próximo post.
El sistema inmune por Albert Barillé, por Casandra

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